Boletín nº2-2024 La esperanza en el futuro

Por: Equipo Cátedra de Derechos Humanos

Editorial

El comienzo de un nuevo año suele ser una instancia en que evaluamos el tiempo pasado y proyectamos nuestras expectativas respecto del futuro más inmediato, el futuro que creemos asible. Los buenos deseos para el mañana suelen contener nuestra disposición a evitar la incertidumbre, pero esto resulta cada vez más difícil en un mundo incierto. En los próximos días asume nuevamente Donald Trump la presidencia de EE.UU.; por otra parte, el genocidio en Palestina a manos de Israel se profundiza y el conflicto se extiende abarcando otros países. En otras latitudes, alternativas extremistas cercanas al fascismo se normalizan y tienen claras posibilidades de tomar el poder en varios países. Todo lo anterior con el telón de fondo de la emergencia climática. El futuro ya no es lo que era. Hasta hace poco, nuestras imágenes del mañana estaban relacionadas con la idea de que la extensión de la cultura ciudadana y la participación política eran la base del cambio social, la forma en que las esperanzas utópicas del futuro se despliegan hoy. Pero esa idea perdió fuerza frente a la magnitud de las amenazas del futuro que se infiltran en el presente. Esto no significa que el mundo no cambie; la sociedad de consumo lo sabe bien con su continua renovación de las vitrinas, como apuntaba ya hace cien años Walter Benjamin. Las innovaciones tecnológicas siguen cambiando nuestra cotidianidad incrementando la aceleración temporal, los mercados financieros siguen girando diariamente, rebarajando el poder mundial. El mundo sigue cambiando y el tiempo fluyendo, pero lejos del influjo del progreso. Varias corrientes de pensamiento mostraron las contradicciones del progreso, pero en la vida cotidiana los ciudadanos pueden valorar si sus vidas han mejorado y por ello pueden calificar a ciertos años como buenos o malos. Es decir, aún pensamos desde la perspectiva del progreso, aunque sea un significante problemático y cada vez más carente de contenido. Lo anterior conduce a una experiencia del tiempo como inminencia de la catástrofe, cuestión que lleva a la pérdida de voluntad y capacidad para gestionar la incertidumbre personal y social. Una suerte de “soltar el volante”, ya que se ha renunciado a la esperanza. ¿Pero podemos renunciar a la esperanza? Parafraseando a Gramsci, al pesimismo de la inteligencia hay que oponer el optimismo de la voluntad. Hay muchas razones inteligentes para ser pesimistas, pero es un lujo que no podemos darnos. Tampoco se trata de enarbolar un voluntarismo ingenuo cercano al pensamiento mágico. Se trata más bien de proponer un optimismo basado en una esperanza razonable, consciente de los desafíos, que no renuncie a la posibilidad de transformar la realidad por dura que sea. Eso es lo que podemos aprender de muchas generaciones de defensores de los derechos humanos que en situaciones adversas supieron oponer una esperanza razonable a la adversidad. Dicho aprendizaje es parte del patrimonio que hemos recibido de esas generaciones y que transmitiremos a las que vienen.

Feliz Año Nuevo.

 

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